El colectivo de las personas con discapacidad intelectual es uno de los que peor parado ha salido de esta crisis. Su situación es devastadora. A fecha de hoy, todavía son desconocidas e invisibles para muchos las discapacidades del desarrollo que engloban una serie de condiciones como la discapacidad intelectual, la parálisis cerebral, el síndrome de Down, trastornos del espectro autista, etc.
Este amplísimo y heterogéneo grupo de población con discapacidad necesita abordajes específicos que obligan a la personalización de cualquier actuación. Es imprescindible poner el foco en cada persona, con nombre y apellidos, para ser capaces de concretar cuáles son sus necesidades de apoyo.
El objetivo de lograr una vida plena debe estar al alcance tanto para las personas sin discapacidad como para las personas con discapacidad. Cualquier discriminación debe ser denunciada. Toda política de igualdad mínimamente coherente debe ser consciente de ello.
Desde el inicio de esta terrible crisis, el comportamiento de las personas y las organizaciones que componen el colectivo (usuarios de los centros y residencias, familias, tutores legales, profesionales, responsables, gerentes, voluntarios) solo puede calificarse de una manera: heroico.
La pandemia ha puesto de manifiesto una desgraciada realidad: la soledad del sector y su abandono por parte de nuestra clase política.
Por si este desprecio no fuera poco, la discapacidad intelectual ha tenido que convivir con acusaciones de victimismo, negativas de auxilio, obstáculos para acceder a la sanidad, a los equipos de protección, al transporte colectivo e incluso a insultos y persecución de las personas con discapacidad en sus imprescindibles paseos terapéuticos durante el confinamiento (todavía hoy se acosa a aquellas personas que por prescripción médica no pueden disfrutar de la protección que otorga el uso de las mascarillas).
Según Plena inclusión España y el Inico (Instituto de Integración en la Comunidad) de la Universidad de Salamanca, las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo y sus familias experimentaron en 2020 un empeoramiento de su situación, con el consiguiente aumento de su vulnerabilidad.
La vida personal y social de las personas con discapacidad intelectual, su actividad, su atención y cuidados y sus derechos en igualdad de oportunidades e inclusión se han visto deteriorados.
Han aumentado los problemas de salud mental y comportamiento de aquellos más vulnerables emocionalmente, ocasionando graves consecuencias tanto en ellos como en sus familias.
Asimismo, se han puesto de manifiesto las carencias en los entornos sociales, como en el educativo o el sanitario, a la hora de atenderles por falta de conocimiento, formación y adaptación de los entornos y prácticas profesionales a las necesidades específicas que requieren.
Las administraciones públicas, además de su falta de solidaridad insultan al sector acusándole de mala gestión, de hinchar los sobrecostes, de victimismo y de proferir amenazas para lucrarse con la pandemia.
Las familias han sufrido un gran impacto emocional, social y económico traducido en estrés psicológico ante la soledad, el sobreesfuerzo, la mayor atención a sus hijos, los miedos, los temores a la enfermedad, empobrecimiento, falta de apoyos… La pandemia ha ofrecido dantescos casos de dependientes cuidando de otros dependientes.
La salud de los cuidadores principales también se encuentra al límite. Han salido a la luz las desigualdades sociales y las carencias y asignaturas pendientes que el sistema de servicios sociales y la sociedad en general tiene con las familias.
El titánico esfuerzo y dedicación de los profesionales que trabajan en las entidades sociales ha hecho posible que los centros, residencias y servicios dieran cobertura en las mejores condiciones posibles, a las amplias e inesperadas necesidades surgidas.
Han soportado con fortaleza admirable toda la sobrecarga somatizando el estrés emocional y laboral sufrido. Son un ejemplo de valentía y abnegación que merece el aplauso de toda la sociedad ya que han arriesgado su propia salud por cuidar y apoyar a las personas que de ellos dependían.
Todo este esfuerzo moral, social y económico no se ha visto compensado por parte de las administraciones públicas con un apoyo digno y coherente de recursos necesario para garantizar la sostenibilidad y calidad de la atención de los servicios de las entidades sociales.
Las administraciones públicas, además de su falta de solidaridad insultan al sector acusándole -con evidente mala fe- de mala gestión, de hinchar los sobrecostes, de victimismo e incluso de proferir amenazas para lucrarse con la pandemia. Las administraciones públicas llevan tiempo siendo las culpables de la precariedad del tercer sector.
¿Qué papel juegan las administraciones públicas en la sociedad?
¿Tienen algo que decir en la protección de las personas con discapacidad o se van a limitar a unas migajas de caridad como han venido haciendo hasta ahora?
¿Se van a lavar las manos y ceder la responsabilidad exclusiva a unas entidades asfixiadas y al límite y a unas familias cansadas, agobiadas y envejecidas?